jueves, 15 de octubre de 2009

Vuelta al mundo en más de 80 días



        ADIOS MADRID

Mi viaje comenzó en la capital de España, Madrid.

El 15 de octubre del año 2009 cogí un avión que partía desde Madrid y volaba destino a Nueva York. Pasé cinco días en casa de mi tía Blanca que estaba situada a las afueras de Nueva York, en un barrio llamado “New Rochelle”. Cuando yo aterricé en los Estados Unidos el tiempo era más bien frío, pero, al parecer, el día anterior a mi llegada Nueva York gozaba de un sol radiante y temperaturas de hasta 25 grados. Desgraciadamente, conmigo llegó la lluvia y el frío invernal. Durante mi estancia en América mi queridísima tía sacó el tiempo  suficiente para mostrarme los encantos de la gran ciudad cosmopolita. Primero me llevó a conocer un enorme centro comercial compuesto por tiendas de marcas de lujo. Al día siguiente me consiguió dos entradas para mi prima y para mí, para ir a ver un musical llamado “Chicago” en la zona de Broadway. Mi estancia fue fugaz, ya que sólo me quedaría en Nueva York cinco días, pues el día 20 de octubre salía mi vuelo hacia Los Ángeles con destino a Sydney. Con lo cual, mi tía aprovechó esos cinco días para llevarme a ver “The Frick Collection”, situado en la calle Madison con la 72, que es un palacete en el que se encuentra una de las colecciones de pintura más exclusivas del mundo. También fuimos de compras por la zona de la Quinta Avenida. Por supuesto, no faltó visitar “Central Park” y comer en el restaurante que tiene vistas al lago del famoso parque de Manhattan.

Tras cinco maravillosos aunque heladores días neoyorquinos me hice rumbo a las Antípodas. Aterricé en Sydney a las 08:25h de la mañana del jueves 22 de octubre del año 2009. Recuerdo la primera imagen que vi a través de la ventanilla del avión porque me impresionó muchísimo. Pude observar como cuatro jinetes metían a los caballos marrones que montaban dentro de las peligrosas aguas del inmenso océano Pacífico. Nunca conseguí descubrir cual era el fin de esa inquietante actividad, pero, sin duda alguna, me quedé petrificada al verlo. Una vez hube recogido mi equipaje me dirigí a la puerta de salida. Allí me esperaba un chófer para llevarme a mi nueva casa. El trayecto duró unos 20 minutos. En la entrada de mi edificio me esperaba la chica de la agencia mobiliaria que había contratado desde Madrid y la dueña de la casa. Juntas subimos hasta el apartamento. Una vez dentro, la dueña me enseñó el piso y me explicó el funcionamiento de cosas como el microondas, el horno, el lavavajillas…etc. Satisfecha con mi elección firmé el contrato de arrendamiento y me arreglé para ir a visitar con Sara, la chica de la agencia, la zona en la que iba a vivir los próximos 5 meses.
Sara era una mujer de unos 45 años de edad de nacionalidad inglesa residente en Australia. Como todos los ingleses Sara llamaba la atención por su eficacia resolutiva y su manera de organizarse de forma excelente. En tan sólo 7 horas Sara me abrió una cuenta en el “National Australian Bank”, me acompañó a comprar una tarjeta de prepago australiana para mi teléfono móvil, me ayudó a hacer la compra del mes en el supermercado más grande de la zona, me llevó al registro de motocicletas, consiguió que me trajeran hasta la puerta de mi casa una motocicleta italiana llamada “Vespa”, se informó de cómo adquirir Internet para los siguientes cinco meses y me dijo dónde podía reparar mi ordenador en caso de emergencia. También me dio el número de teléfono para pedir un taxi en caso necesario, me mostró el restaurante más famoso de la zona, me ayudó a subir la compra a mi apartamento, comprobó que todo funcionara bien en mi casa nueva, me llevó en su coche a recorrer la zona “Clovelly” en la que se encontraba el edificio donde iba a residir, me entregó la tarjeta de mi seguro médico australiano, , me dio instrucciones de cómo conducir por el lado izquierdo, me entregó un directorio de calles para que me fuera familiarizando con la zona y, por último, me llevó a dar un paseo por la playa de “Clovelly”.

Sobre las 5 de la tarde me despedí de Sara y me subí a mi nuevo apartamento de alquiler para recoger el equipaje y hacer un poco de limpieza en la casa. Eran las nueve de la noche en Sydney y yo me sentía agotada, así que, decidí llamar a mi madre para comentarle como me había ido el día y para decirle que estaba sana y salva y feliz. Después de colgar el teléfono me tomé mi pastilla de todas las noches, me puse una película en el ordenador y me fui a dormir.

Al día siguiente me desperté a las 7 de a mañana, cosa no muy frecuente en mí. En Australia el sol se pone a las 6 de la mañana y, por lo tanto, amanece muy temprano. Siguiendo el reloj australiano me levanté de la cama, me hice un desayuno fortaleciente y me preparé para salir a la calle. Lo primero que hice fue estrenar mi moto. Conducir por primera vez por el lado izquierdo fue todo un logro para mí. Gracias a Dios tenía el directorio de calles que me sirvió de ayuda para no perderme. En seguida encontré el supermercado, conduje hasta la playa a la que me había llevado Sara y me paré a tomar una coca cola en el famoso restaurante de la zona. Allí había gente de todas las edades y nacionalidades tomando el aperitivo. Yo me salí con la coca cola a la terraza a fumarme un cigarrillo, cuando un señor mayor se acercó a preguntarme de dónde era. Yo le contesté y a continuación comenzó una larga conversación entre nosotros. A los 15 minutos empezaron a llegar los amigos y conocidos del señor con el que hablaba y éste me los presentó. La primera impresión que tuve es que la gente era especialmente abierta y encantadora con los extranjeros y desconocidos. Me sentí muy a gusto rodeada de gente de distintas nacionalidades que, al parecer, había encontrado en Sydney un lugar de descanso en el que se podía vivir  bien y en el que existía un gran abanico de oportunidades laborales. Me entusiasmo saber que había elegido el sitio correcto para trabajar como voluntaria ayudando a niños enfermos que iban a necesitar un poco de alegría y distracción.

Sobre las 5 de la tarde me despedí de mis nuevos amigos y cogí la moto para volver a casa y descansar. Esa noche no hice nada especial, tan sólo encendí la TV para ver la programación y entretenimiento que ofrecían ese día y poco después me preparé la cena y me fui a dormir.

A la mañana siguiente me desperté a las 8:00h con la radiante luz del sol que penetraba por las ventanas de mi habitación. Esa mañana no tenía especial apetito pues aún no me había bajado la regla y tenía las hormonas un poco revolucionadas, así que me preparé un café con leche condensada, me fumé un cigarro en el balcón y me senté en el sofá del salón, donde mirando al mar me puse a meditar.

Por primera vez en mi vida sentía como una sensación de miedo me invadía el corazón. No quería abandonar Sydney jamás. En tan sólo dos días había encontrado paz, descanso y felicidad. Pensaba en lo gratificante que era poder vivir en un sitio de playa, en el que encima la gente era encantadora. Aún no conocía la ciudad de Sydney, pues era escaso el tiempo que llevaba en el país, pero una voz interior susurraba a mis adentros que la experiencia de la gran ciudad iba a ser no sólo una aventura, sino también una oportunidad. Me fascinaba poder observar el mar desde la ventana del salón o desde la habitación. Me hacía ilusión saber que la gente estaba dispuesta a ayudarme en todo lo que necesitara a pesar de no conocerme y me encantaba la idea de ayudar a niños en un país de habla inglesa en el cual podía aprender a dar y a recibir. Tras un largo rato de  reflexión no existía más que una conclusión; tenía que encontrar el modo de quedarme a vivir en Australia.